lunes, 10 de septiembre de 2007

Tu auto en casa (instantánea)


Terminé con una mañana movidita. Análisis, bancos, colectivos, calor, gente. Quería llegar a casa. Llegar a casa, armar un mate, darme una ducha fresca y sentarme en el patio a respirar diez minutos sin interrupciones.

La soledad cuando es elegida y deseada, resulta la mejor de las compañías.

Me bajé del colectivo en la esquina de casa, parecía apurada. Doblé la esquina. Doblé la esquina y lo único y lo primero que vi fue tu auto en la puerta de casa.

Me alegraste la mañana.

¿Quién quiere estar sola si en la puerta de su casa está tu auto, lo que significa que adentro de su casa estás vos?

Estos arrebatos de novedades me alegran, me sorprenden, y lo mejor, no quiero acostumbrarme a ellos. Quiero seguir sorprendiéndome, quiero seguir alegrándome al ver tu auto en la puerta de casa. Al ver tu rostro sonriente tras la puerta esperándome, buscándome.

Me alegro por mí, porque esta mañana fui feliz y vos estabas ahí.

lunes, 13 de agosto de 2007

Marías y Robertas

No estarás sola, siempre habrá quien se parta en dos en cada despedida, quien te dé aliento cuando te des por vencida. Tu revolución llenará sonrisas, yo la incorporé a mis aperos de trabajo, a mi vida.



Cuando a mi hermana le diagnosticaron anorexia una burbuja de interrogantes se formó en mi cabeza. Y hasta hoy no logro disolverla.

¿Tan importante es la imagen? ¿Cuándo el espejo pasó a ser más importante que el alma? ¿Porqué a ella? ¿Para qué? ¿Cuál es la enseñanza? ¿Cómo sigue?

De esto hace más de cuatro años. En principio fue una obsesión por la flacura. Después por la muerte.

Mi hermana se quiso matar por lo menos cinco veces, de maneras distintas y dolorosas. Pasó por varias internaciones, por distintos tratamientos, por psicólogos de acá y de allá.

Fue de la anorexia a la bulimia y de la bulimia a la anorexia, como un puente inconsciente e invisible de daños.

Hasta hoy, jamás, había podido escribir sobre la enfermedad de mi hermana.

Hasta hoy, que me encuentro con una nota que publicó mi profesora Sandra. María, la hija de Sandra, tiene trastornos de alimentación desde hace un tiempo y el problema se agrava.

Varias veces hablamos del tema, nos contamos detalles, situaciones que sólo alguien que esté bailando ese ritmo puede entender. De pronto se presenta un código desconocido y aprendemos, o por lo menos tratamos, un nuevo idioma.

No pude dejar de pensar en los primeros tiempos de la anorexia de mi hermana.

Tengo flashes de situaciones terriblemente dolorosas. De anécdotas cargadas de tristezas. Tengo frío en los huesos de noches enteras en los pasillos del hospital esperando que se despierte. Tengo los brazos débiles de sostenerla muerta por varios minutos hasta que por fin respiró.

Leo a Sandra, y pienso en María y pienso en Roberta, y en las Marías y las Robertas que están viviendo este infierno. Y pienso en las familias de las chicas con estos trastornos.

Un saco de recuerdos me abraza y no logro dejarlo en el perchero. Un escalofrío que me acompaña todo el día, vaya a donde vaya.

Pienso en la cara de mi hermana y se me estremece el alma. Puedo ver a mi papá y a mi mamá llorando.

Si hoy me piden una imagen de la enfermedad de mi hermana, pienso en dos.

La primera, abrazada al inodoro vomitando unos alfajores de maicena, con la boca lastimada y las manos ensangrentadas, y perdón por la literalidad. Y, la segunda, tirada en la cocina de mi casa intoxicada con gas.

Hay cosas en la vida, que no elegimos, y sin embargo nos marcan a fuego, nos indican un camino a seguir.

Y también, una forma de vida. Una filosofía que vamos construyendo como podemos cuando podemos.

En el final de la nota de Sandra cuenta que María se quiere curar y que escribieron juntas el texto para que si alguna chica con estos trastornos la leía no se sienta sola.

Mi final, un poco abierto, lo dedico a las chicas con anorexia y bulimia, y a los padres, hermanos, amigos y novios de estas chicas, con una frase de Sandra que hago mía:
“La escritura, en este caso, es un puente hacia lo que sangra y no tiene nombre ni imagen. Hacia lo que no se puede decir.”

martes, 31 de julio de 2007

Mi historia

La gente escribe porque para ellos es crucial contar su parte de la historia sin interrupciones

Había ocurrido lo esperado. Bueno, lo esperado por mí, al menos.
Llamé a Vero a su celular, para contarle. Desde que está viviendo en Calafate, ubicarla requiere de un esfuerzo de producción importante. La llamé varias veces, me atendía el contestador de una, o sonaba un largo rato y “usted se ha comunicado…”.
Llamé al hotel donde trabaja. Nuestros llamados a los lugares de trabajo, de amabas, suelen ser sólo urgentes. La ocasión lo ameritaba.
–Suitedesign, buenas noches habla Rodrigo, ¿en qué puedo ayudarlo?
–Hola, Rodrigo, quisiera hablar con Verónica.
–¿Verónica Lampón?
–Sí, Verónica Lampón. Soy Laura, de Quilmes (digo “de Quilmes”, para que piensen que soy de la cervecería y que es por trabajo, otras veces uso “de la Universidad de Quilmes” y Vero me sigue la corriente)
–Ella ya se retiró. Terminó su turno hace dos horas.
–Ah, ok. ¿La ubicaré en el celular? Porque llamo y me atiende el contestador.
–Debe estar sin señal. Intentá más tarde.
–Bueno, Rodrigo, muchas gracias. Muy amable.
–Por nada. Hasta luego.

Intenté a su celular varias veces más, contestador. Una hora más tarde, me atendió:
–Hoooo (Vero tiene el “hola” más largo del mundo)
–Vero, rápido que te llamo de mi celular, escuchá…
Se cortó. Estaría sin señal. Pruebo de nuevo.
–Hola, hola, ¿me escuchás?
–Sí, Vero, te escucho muy mal.
–Es que justo estoy “·%$%&%& por debajo de un ·”$·$&//%&/&%·
–Ah, y ¿a qué hora te puedo llamar que estés con señal?
–A las &=?&”·$%&$/
Se cortó.

Un poco más tarde, cerca de la 1 de la madrugada volví a intentarlo. Mi estado: ebria, bastante o muy, ebria al fin.

–¿Vero?
–No, Vero está durmiendo ¿quién habla?
–Laura, soy Laura y necesito hablar con ella. ¿La podés despertar?, por favor.
1 minuto más tarde.
–¿Lau? ¿Qué pasa? Estoy muy dormida, ¿te pasó algo?
–¡Sí! ¿estás sentada?
–¡Estoy dormida!
–Vero… ¡me recibí!
(Vero, como todos, sabía que yo estaba por rendir mi última materia. Y no sólo eso, sino que esta materia me había costado mucho. Tres veces había intentado rendir el final de Radio 3, pero le tenía terror. Esto se debe, no a que sistemáticamente yo tenía miedo en instancias evaluativas, para nada, sino que Radio, en particular, había sido una pelea más que una materia, no la había estudiado, la había luchado. Mi profesor es muy estricto y me volvía loca, y yo a él, supongo, con las “s”, es un vicio que traigo del interior, me como las “eses”. Terminé yendo a una fonoaudióloga para corregir este problemita.
Entonces esta vez no le había dicho a nadie que la rendiría, para no sentir más presión que la propia. Y la aprobé. Cada uno se fue enterando en el momento en que salí y los llamé)
–…
–Pelotuda, ¿me escuchaste?
–…
Corté.
Bastante borracha, muy feliz, me acosté a dormir. Pensé en mandarle un mail a Vero al día siguiente.

El viernes me levanté bastante dolorida, sentía “tres tiros en la cabeza, dos en el hígado y como cinco más distribuidos por todo el cuerpo”. Estado: desastroso. Decidí tomarme un día sabático, quedarme en casa, pensar en la nueva vida como “licenciada” y no ya como “estudiante”. Para mí todo esto es una reverenda idiotez. Pero lo cierto es que sentí un alivio increíble, sumado con algo de miedo a lo que vendrá.

Me preparé una leche, fui hasta el living de casa, prendí la compu, me conecté, tenía 5 correos nuevos, tres me ofrecían ampliar mi casilla, uno era el resumen del diario, que había decidido pasarlo de largo, dado que mi primer día como Comunicadora Social, sería sin información. Desde que empecé la carrera mi sensación de libertad estuvo ligada, directamente, a no informarme. Eso me hacía libre. El último era de Vero, se llamaba “sueño”. Y escribió:
“Anoche soñé con vos, compañera. Soñé que por fin dejabas el fucking miedo en el ropero y te presentabas a tu último final. Es decir, te recibías. Soñé que me llamabas en pedo y me lo contabas. Suerte que fue un sueño, no me perdonaría estar tan lejos cuando el milagro ocurra. Te quiero, nena, Vero”

Era mi historia, era mi carrera, yo me había recibido, ¿por qué carajo lo había soñado ella? Se suponía que yo se lo contaría. ¡No que ella me lo contaría a mí en un mail! Me enfurecí. Puteé a las compañías de celulares, a Calafate, al hotel para el que Vero estaba trabajando.

Le respondí:
“Querida amiga, es una pena para mí, que tu sueño me gane de mano. Es una pena para vos, estar lejos cuando los milagros ocurren. Pero nada, ni tu pena ni la mía, pueden dejar de serlo ahora. Ahora que, sí, me recibí. Ahora que tu sueño y la realidad se rozan, porque, sí, te llamé y te dije, pero estabas tan dormida que no sé si lo llegaste a oír, o fue tu inconsciente, que haciéndole un lugar a mi alegría te lo transmitió. Sé como sigue esto. Espero tu llamado”

Esta era mi historia. Yo la quería contar.

lunes, 25 de junio de 2007

El viaje

A veces hasta lo más obvio es confuso.

Me subí al colectivo apurada, con sueño, quería llegar a casa. Encontré asiento y me tranquilicé, aunque sabía que tenía, por lo menos, una hora de viaje y que no debía dormirme o pasaría de largo. Me ubiqué en el cuarto asiento de la columna individual. Me acomodé, abrí el diario.

Unas paradas después se subió una mujer que llamó mi atención. Era una mezcla de Tina Turner colorada con Nina Peloso. De estatura pequeña, apenas llegaría al metro cincuenta, calculé. El cabello con rulos de color rojo medio anaranjado y unos centímetros de canas desde la raíz. La postura entre cansada y masculina. Llevaba un jean elastizado y una campera azul a rayas. Tenía gesto de estar enfermándose de gripe o algo por el estilo, pero en la época del año en que estábamos eso no me sorprendió tanto. Se paró justo delante de mi asiento, perdió su mirada por la ventanilla.

Otras paradas más tarde se subió un hombre de aspecto desprolijo y agotado. Tenía el pelo canoso y recogido con una colita en una especie de rodete improvisado. La mirada cansada, labios finos, nariz ancha, y una altura por encima del metro ochenta, calculé. Llevaba un pantalón de corderoy celeste y un pulóver de lana azul. Se paró detrás de la mujer que acabo de describir, puso sus dos manos en el caño, por encima de ella.

Me chocó un poco la imagen, me sobresalté. El gesto era incómodo a la mirada ajena. Este hombre detrás de esta mujer, sosteniéndose del mismo caño, separados por pocos centímetros. Me sugería una situación de entre casa, de confianza, no de dos desconocidos en un colectivo.

Apenas un instante pasó desde que pensé todo esto a que el hombre lentamente bajó sus manos por el caño y las trasformó en un suave abrazo que la rodeaba a ella. Ella, que no tenía aspecto de incomodidad. Y en ese preciso momento él se adelantó tanto sobre ella que sus cuerpos se juntaron como si fuesen imanes atrayéndose.

Me aceleré, pensé en treparme del cuello de este potencial violador, gritar para que el resto de los pasajeros intervinieran. Me frenó el gesto de ella. Ella no parecía disgustada, ni siquiera incómoda.
Giró sobre sí, lo miró y lo besó.

Me quedé helada, creo que hasta el sueño se me había ido.

¡Giró y lo besó!

Eso, que a la mirada ajena, en este caso la mía, era una posible violación, un degenerado queriendo aprovecharse de una mujer en un colectivo, para ellos dos, y sólo ellos, era un saludo, posiblemente hasta un juego de seducción que terminaría vaya a saber dónde. Estaría acordado de antemano y por eso la mujer no se sorprendió. Estaría hablado y hasta reirían juntos de las miradas extrañas ante tal puesta en escena y por eso el hombre se movió con confianza. Sería para ellos un juego dulce e inocente. Para ellos que la tenían clara y sabían lo que hacían. Para ellos que entendían y sobreentendían que eso era un lindo encuentro y no un espectáculo como se presentaba ante mis ojos. No para mí.

Pensé que era obvio que este hombre no iba a meterse en un colectivo a violar a una mujer con cuarenta personas rodeándolo. Por ahí, simplemente, tenían algún placer en ser vistos, pero después de todo no fue más que un abrazo, bueno y una sutil apoyadita. Pero eso, que hasta hacía un instante me había alterado, ahora se posaba como un gesto de romanticismo.

Me sentí rara por haber imaginado semejante situación. Me alivié pensando en que había sido, sencillamente, un malentendido.

viernes, 15 de junio de 2007

Viejo puente, viejos tiempos…

Era el año ´78, hacía ya un tiempo que nos estábamos viendo con Lucas. Lucas vivía en Carmen de Patagones y yo en Viedma. Con lo cual vernos era, por lo menos, trabajoso. Pero las ganas, pero querer a veces es suficiente… y así era. Eso sí, a escondidas. El único que sabía era el vecino de Lucas, que por las noches se encargaba de vigilar el puente viejo. Y claro que en esos años el puente nuevo no existía, no, ése se construyó después, con el gobierno de Alfonsín, que quería llevar la capital a Viedma.
Nos veíamos a la noche, siempre sobre el puente. Y ahí nos escondíamos y nos quedábamos varias horas. Lucas me leía, me contaba historias, cómo le gustaba hablar de la historia. Así conocí a Nietzsche, a Cortazar, a Pessoa… así me contó de la magia del puente viejo.
Lucas me decía, que el puente viejo, tenía olor a silencios, a dolores, a años. Tenía pasos de ida y vuelta. Tenía la imagen de Borges, visitando el sur. El puente viejo, en verdad era mágico, fue testigo de encuentros y desencuentros. De tristezas, de suicidios, de llantos de bebés, de perros perdidos… y me contagió su amor, era verdad, sí, el puente viejo es mágico.
Entre tantas noches nuestra relación comenzó a profundizarse, a afianzarse. Yo estaba tan enamorada de él, que creo que él se dio cuenta, justo a tiempo. O, bueno, puede que él justo se haya enamorado de mí también, en ese preciso momento.
Éramos tan chicos, apenas 18 años teníamos. Y, esa época era muy particular, los milicos dando vueltas, teníamos que tener mucho cuidado. Pero en sus brazos, no sentía miedo, estaba a salvo, me sentía segura.
A esa edad, comencé a reconocer mi cuerpo, y para mi desdicha descubrí que no me sentía cómoda. No me gustaban mis tetas. No, no me gustaban, las veía tristes, flojitas, no sé, feas. Creo que hasta las odié. Y justo a esa edad, cuando el fuego quema por dentro, sentía que estaba perdida, que no iba a poder desnudarme jamás frente a Lucas, me daba vergüenza.
Nuestras noches empezaron a ser más largas, más profundas, más húmedas. Ah, y en esa época no existía el push-up!, no, nada de magia, lo que había había.
Una noche, cuando las caricias eran irrefrenables decidí enfrentar la situación, y le conté a Lucas mi problema. Sí, lo de mis tetas. Le dije que no me quitaría el corpiño, y que él debía entenderme sin hacer un interrogatorio al respecto. Tema cerrado, así me protegía, ese era mi escudo, esa era mi orilla, mi límite, y por nada él podría llegar.
Comenzamos a amarnos cada noche en el puente viejo. Cada noche era un concierto, un descubrimiento, un encuentro lindo, placentero.
Cuando la relación se puso más seria, el corpiño se transformó en un problema para Lucas. Se enojaba, no me entendía. Y recibí el gesto de amor más grande en años…
Lucas me esperó, como cada noche, en la mitad del puente. Nos quedamos ahí varios minutos en silencio contemplando la luna, la silueta de dos ciudades delineadas por las luces que en la inmensidad de la oscuridad parecen países enormes. Después, me tomó la mano y caminamos hacia nuestro lugar, nuestra guarida. Llegamos, me pidió que cierre los ojos, y comenzó la función… me besó, me besó toda la cara, después de deslizó por el cuello, y yo con la respiración nerviosa. Volvió a mis hombros y besó cada vértebra de mi columna, de norte a sur. Subió y se quedó justo a media espalda, donde el broche del corpiño irrumpía su suave deslizar, y ahí, sin más, con sus dientes logró zafar el broche. Se movió, lentamente hacia mis tetas y las besó, una y otra vez, las acarició, las humedeció, se alejaba y volvía, otra vez y otra más. Todavía me parece sentir el calor de su respiración en mi pecho. Suave, pausada, intensa… se ayudó con las manos para sacarlo por completo y me pidió, casi inaudible, que abra los ojos. Me miró con el corpiño en su mano izquierda y, sin dudar, lo lanzó al medio del río…
Me sentí desnuda, desprotegida, chiquita…
Lucas, no dejó de mirarme un solo instante y balbuceó: me gustás, así, como sos… no te escondas, no te tapes, desnuda sos hermosa…tu corpiño es la razón que le faltó a Goya para pintarte… tranquila… todo está bien…
Y me perdí, me dejé llevar por sus palabras, por su inmensidad que me hacía grande, que me hacía mujer…
Esa noche, y con el puente viejo como único testigo de la magia que nos envolvía, entendí que descubrir no es aceptar, y que para aceptar, a veces, es necesario cruzar el puente…