jueves, 24 de abril de 2008

¡Viva la globalización!

Este verano me fui a Brasil, de vacaciones con algunas compañeras de trabajo.

Me predispuse de la mejor manera. Y aclaro esto porque no éramos amigas. Con lo cual el desafío era doble: tratar de llevarme como “amigas” con chicas que no lo eran, y disfrutar del viaje y el descanso. Viajamos, un viaje larguísimo. Llegamos, descansamos y el lunes comenzamos a recorrer, a conocer, a conocernos.
Esa misma noche salimos a un bar, algo así como un pub pero de playa. Eso está bueno, nada de producción, de “¿qué me pongo?” No, así “como estábamos”, un poco de brillito labial, y a “romper la noche”.
Tomamos unas cervezas, charlamos con brasileros en idiomas inventados, mezcla de inglés, portugués y castellano. Creo que nos entendimos, eso sí, no me pregunten cómo se llamaban, porque no sé.
Apoyado en la barra había un hombre que me llamó la atención. Alto. Morocho. Bronceado. Ojos mestizos. Hermoso.
Estaba solo. Pensé en acercarme a hablar. Lo pensé, y lo deseché casi al mismo momento. Parece que por un instante me olvidé de que era tímida.
Le comenté a las chicas de lo lindo que me parecía “el hombre de la ba…” se había ido. No estaba. ¿Estaría en el baño? Ojalá, pensé.

Volvimos al departamento que habíamos alquilado. Los próximos tres días y tres noches fueron más o menos parecidos. Playa de día, pub de noche.

Volví a ver al hombre de la barra en la playa. Me quedé boquiabierta. No me animé a decir nada, casi me metí debajo de la arena. Una especie de quinceañera se había apoderado de mí y yo no me había hecho cargo. Ahí estaba, la mujer liberal, independiente. La trabajadora, la escritora que se lleva el mundo por delante, metiéndose debajo de la lonita por miedo a, ¿miedo a qué? No sé.

La anteúltima noche decidimos ir a un boliche, que ya no recuerdo el nombre, porque eso no fue lo importante. Esa noche sí hubo producción, producción a lo grande. Tacos, minifaldas, escotes, planchitas. Salimos hechas unas diosas comehombres.
Llegamos. Bebimos. Seguimos bebiendo. De lejos lo vi. Apoyado en la barra. Ahí estaba el hombre de la barra en la barra. De nuevo solo. De nuevo hermoso.
Se lo mostré a las chicas. Todas apreciaron la misma belleza que yo.
Catalina se acercó a él. Pensé: “estoy perdida”. Hablaron, bebieron una cerveza. De pronto Cata me llamó con la mano para que me acerque a ellos. Los saludé, de cerca era mucho más lindo. Era francés. Se llamaba Gerard. Yo, no hablo francés. Yo, no hablo inglés. Yo, apenas hablo más o menos el castellano. Catalina ofreció ser la interlocutora por un momento. Ahí me enteré que estaba de vacaciones solo. Que se iría de Brasil al día siguiente y continuaría conociendo el sur del continente.
Me invitó una cerveza. Catalina se fue. Quedamos él, yo, y entre nosotros una comunicación muy deductiva que rozaba la adivinanza. No me importaba mucho, yo estaba ahí con ese francés precioso tomando una cerveza. Qué importa si es antropólogo o asesino, pensé. Qué importa si tiene 30 o 35. Probablemente nunca más lo vaya a ver, qué importa si es casado, gay, tiene 7 hijos o es un solterón insoportable. Yo quería mirarlo un poquito más. ¡Viva la globalización! pensé.
De pronto hizo un gesto con su mirada que entendí casi antes de que lo termine. No pensé en nada ni en nadie y salimos del boliche rumbo, creo, al hotel donde estaba parando. En mitad de camino me di cuenta de que estaba sola, en un país que no era el mío, caminando para el lado contrario de donde yo estaba parando, con un desconocido. Entré en pánico. Me paralicé. No tenía plata, llaves, celular, campera, nada, no tenía nada. Lo miré y creo que entendió lo que pasaba por mi mente. Me dio a entender que él me traería de regreso luego. ¿Luego de qué?
Paramos en una estación de servicios, él iba a comprar condones y le pedí que se encargue de mis cigarros.
Llegamos a un hotel increíble. Algo así como un cinco estrellas. Y eso me tranquilizó. Un asesino o un violador no alquilan hoteles de estas características. La habitación era de novelas. Me sentí una reina, al lado de un francés que en ese momento era un rey.
Nos pusimos cómodos, encendió la música, se acercó y me besó. Me besó deseoso. Me besó hermoso. A los quince segundos estábamos en la cama revolcándonos
como unos adolescentes. Tuvimos un buen sexo, demasiado bueno por haber sido el primero.
Nos quedamos tumbados en la cama unos cuantos minutos y justo cuando el sueño empezaba a vencerme le pedí que me llevara. Me explicó que estaba cansado, que llamaría a un taxi y él lo pagaría. No me sentí muy cómoda con la idea, pero no importaba demasiado.
Me vestí. Esos minutos parecieron eternos. Llamaron del lobby avisando que el taxi ya estaba en la puerta. Me acompañó. Me dio un billete, me besó y me dijo “keep the change”. ¿Les dije que no sabía inglés? Le dije adiós y me fui.

En el camino me di cuenta de que eran 100 euros lo que me había dado. Y me pareció demasiado, pero yo no sabía cuánto salía un taxi en Brasil. Las cosas que podría hacer con 100 euros en una zapatería, pensé. El taxi me salió 8 reales, algo así como 2 euros. Por suerte las chicas ya habían vuelto. Ellas pagaron el taxi.
Les conté lo del francés, y cuando llegué a “keep the change” largaron una carcajada que no entendí. Catalina, muy amablemente, me explicó que significaba “quédate con el cambio”.
Sí, señoras, sí, señores, me pagaron como a una trabajadora de la noche. Ese hermoso francés me pagó por los servicios que le brindé.

Pensarán que después de esto volví a Argentina y me internaron con depresión por que un francés me trató de puta. No, nada de eso. A pesar de que en algún punto debe haber herido mi orgullo, yo me sentí espléndida. Pasé una noche de novelas, con un hombre hermoso que probablemente jamás vuelva a ver, en un lugar divino, y me quedé con 100 euros que, sí, los invertí en un local de zapatos.
No sé si lo dije antes, ¡viva la globalización!