El viaje
A veces hasta lo más obvio es confuso.
Me subí al colectivo apurada, con sueño, quería llegar a casa. Encontré asiento y me tranquilicé, aunque sabía que tenía, por lo menos, una hora de viaje y que no debía dormirme o pasaría de largo. Me ubiqué en el cuarto asiento de la columna individual. Me acomodé, abrí el diario.
Unas paradas después se subió una mujer que llamó mi atención. Era una mezcla de Tina Turner colorada con Nina Peloso. De estatura pequeña, apenas llegaría al metro cincuenta, calculé. El cabello con rulos de color rojo medio anaranjado y unos centímetros de canas desde la raíz. La postura entre cansada y masculina. Llevaba un jean elastizado y una campera azul a rayas. Tenía gesto de estar enfermándose de gripe o algo por el estilo, pero en la época del año en que estábamos eso no me sorprendió tanto. Se paró justo delante de mi asiento, perdió su mirada por la ventanilla.
Otras paradas más tarde se subió un hombre de aspecto desprolijo y agotado. Tenía el pelo canoso y recogido con una colita en una especie de rodete improvisado. La mirada cansada, labios finos, nariz ancha, y una altura por encima del metro ochenta, calculé. Llevaba un pantalón de corderoy celeste y un pulóver de lana azul. Se paró detrás de la mujer que acabo de describir, puso sus dos manos en el caño, por encima de ella.
Me chocó un poco la imagen, me sobresalté. El gesto era incómodo a la mirada ajena. Este hombre detrás de esta mujer, sosteniéndose del mismo caño, separados por pocos centímetros. Me sugería una situación de entre casa, de confianza, no de dos desconocidos en un colectivo.
Apenas un instante pasó desde que pensé todo esto a que el hombre lentamente bajó sus manos por el caño y las trasformó en un suave abrazo que la rodeaba a ella. Ella, que no tenía aspecto de incomodidad. Y en ese preciso momento él se adelantó tanto sobre ella que sus cuerpos se juntaron como si fuesen imanes atrayéndose.
Me aceleré, pensé en treparme del cuello de este potencial violador, gritar para que el resto de los pasajeros intervinieran. Me frenó el gesto de ella. Ella no parecía disgustada, ni siquiera incómoda.
Giró sobre sí, lo miró y lo besó.
Me quedé helada, creo que hasta el sueño se me había ido.
¡Giró y lo besó!
Eso, que a la mirada ajena, en este caso la mía, era una posible violación, un degenerado queriendo aprovecharse de una mujer en un colectivo, para ellos dos, y sólo ellos, era un saludo, posiblemente hasta un juego de seducción que terminaría vaya a saber dónde. Estaría acordado de antemano y por eso la mujer no se sorprendió. Estaría hablado y hasta reirían juntos de las miradas extrañas ante tal puesta en escena y por eso el hombre se movió con confianza. Sería para ellos un juego dulce e inocente. Para ellos que la tenían clara y sabían lo que hacían. Para ellos que entendían y sobreentendían que eso era un lindo encuentro y no un espectáculo como se presentaba ante mis ojos. No para mí.
Pensé que era obvio que este hombre no iba a meterse en un colectivo a violar a una mujer con cuarenta personas rodeándolo. Por ahí, simplemente, tenían algún placer en ser vistos, pero después de todo no fue más que un abrazo, bueno y una sutil apoyadita. Pero eso, que hasta hacía un instante me había alterado, ahora se posaba como un gesto de romanticismo.
Me sentí rara por haber imaginado semejante situación. Me alivié pensando en que había sido, sencillamente, un malentendido.
A veces hasta lo más obvio es confuso.
Me subí al colectivo apurada, con sueño, quería llegar a casa. Encontré asiento y me tranquilicé, aunque sabía que tenía, por lo menos, una hora de viaje y que no debía dormirme o pasaría de largo. Me ubiqué en el cuarto asiento de la columna individual. Me acomodé, abrí el diario.
Unas paradas después se subió una mujer que llamó mi atención. Era una mezcla de Tina Turner colorada con Nina Peloso. De estatura pequeña, apenas llegaría al metro cincuenta, calculé. El cabello con rulos de color rojo medio anaranjado y unos centímetros de canas desde la raíz. La postura entre cansada y masculina. Llevaba un jean elastizado y una campera azul a rayas. Tenía gesto de estar enfermándose de gripe o algo por el estilo, pero en la época del año en que estábamos eso no me sorprendió tanto. Se paró justo delante de mi asiento, perdió su mirada por la ventanilla.
Otras paradas más tarde se subió un hombre de aspecto desprolijo y agotado. Tenía el pelo canoso y recogido con una colita en una especie de rodete improvisado. La mirada cansada, labios finos, nariz ancha, y una altura por encima del metro ochenta, calculé. Llevaba un pantalón de corderoy celeste y un pulóver de lana azul. Se paró detrás de la mujer que acabo de describir, puso sus dos manos en el caño, por encima de ella.
Me chocó un poco la imagen, me sobresalté. El gesto era incómodo a la mirada ajena. Este hombre detrás de esta mujer, sosteniéndose del mismo caño, separados por pocos centímetros. Me sugería una situación de entre casa, de confianza, no de dos desconocidos en un colectivo.
Apenas un instante pasó desde que pensé todo esto a que el hombre lentamente bajó sus manos por el caño y las trasformó en un suave abrazo que la rodeaba a ella. Ella, que no tenía aspecto de incomodidad. Y en ese preciso momento él se adelantó tanto sobre ella que sus cuerpos se juntaron como si fuesen imanes atrayéndose.
Me aceleré, pensé en treparme del cuello de este potencial violador, gritar para que el resto de los pasajeros intervinieran. Me frenó el gesto de ella. Ella no parecía disgustada, ni siquiera incómoda.
Giró sobre sí, lo miró y lo besó.
Me quedé helada, creo que hasta el sueño se me había ido.
¡Giró y lo besó!
Eso, que a la mirada ajena, en este caso la mía, era una posible violación, un degenerado queriendo aprovecharse de una mujer en un colectivo, para ellos dos, y sólo ellos, era un saludo, posiblemente hasta un juego de seducción que terminaría vaya a saber dónde. Estaría acordado de antemano y por eso la mujer no se sorprendió. Estaría hablado y hasta reirían juntos de las miradas extrañas ante tal puesta en escena y por eso el hombre se movió con confianza. Sería para ellos un juego dulce e inocente. Para ellos que la tenían clara y sabían lo que hacían. Para ellos que entendían y sobreentendían que eso era un lindo encuentro y no un espectáculo como se presentaba ante mis ojos. No para mí.
Pensé que era obvio que este hombre no iba a meterse en un colectivo a violar a una mujer con cuarenta personas rodeándolo. Por ahí, simplemente, tenían algún placer en ser vistos, pero después de todo no fue más que un abrazo, bueno y una sutil apoyadita. Pero eso, que hasta hacía un instante me había alterado, ahora se posaba como un gesto de romanticismo.
Me sentí rara por haber imaginado semejante situación. Me alivié pensando en que había sido, sencillamente, un malentendido.
1 comentario:
que no decaiga! quiero mas! Vero
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